Hummm, recuerdo que cuando estudié, para
el diagnóstico —¡qué finos oye! para poner nombre a las cosas raras que
me pasan, vamos—; se podía hacer uso de una de las pruebas más
divertidas de la medicina: la punción lumbar. Mientras el «run-run»
iba de un lado a otro de mi cabeza, solo veía los labios del neurólogo
moverse pero sin escuchar las palabras que salían de su boca, hasta que
la palabra «contraste» me devolvió a la realidad.
«¿Contraste? ¿De qué me está hablando?
¿Cuánto llevo sin escuchar? ¿Para eso es necesario estar en ayunas?».
Una vocecita me hizo volver al presente; o más bien, centrarme en el
futuro más cercano, y darme cuenta de que lo más inmediato era la
resonancia. Se lo había explicado a cientos de pacientes, pero nunca
había estado dentro del aterrador tubo. Quién me iba a decir a mí,
que de ahí en adelante, mis experiencias personales serían la mejor
manera de explicar a los pacientes sus diferentes síntomas y pruebas. En
fin, de vuelta a aquel momento y casi sin darme cuenta, me vi desnuda
de cintura para arriba con una preciosa bata —sí, de esas que vemos en
los desfiles de moda más exquisitos, con un estampado precioso y un
escote trasero nada sugerente…— a la espera de que alguien me dijera
cuál era el siguiente paso.
Frente a mí, un taburete me llamaba a
gritos, pero yo solo pensaba en lo frío que estaría para que mis ya
congelados glúteos, se posaran sobre él. Mientras me debatía en cómo
organizar mi bata para tapar la piel suficiente, y poder sentarme, se
abrió la puerta y un amable señor me explicó cómo lo haríamos. Me
comentó que prefería ponerme la vía antes de comenzar, y así me podía
olvidar de ella. «Te olvidarás tú», bramó mi parte más chunga, para mis
adentros, gracias a Dios.
Ahí estaba, con unos cascos —que ahora
mismo vemos todos por la calle a diario, pero que en ese momento era el
complemento más horroroso para mi bata, aunque cierto era que nada
compaginaría con aquel look— y una especie de casco enrejado. Si miraba
hacia arriba, un pequeño espejo me mostraba lo que había fuera de aquel
tubo, pero yo no dejaba de pensar si me vería alguien; fíjate tú la
importancia. Supongo que era causa de la juventud y sus neuronas. Opté
por cerrar los ojos y pensar en una situación relajante, que fuera capaz
de regular mi respiración entrecortada, y que ayudara a agotar todas
las preguntas que se amontonaban en mi cerebro —pensé que cuánto más
limpio estuviera este de porquería, más guapo saldría en la foto y mejor
recibiría el contraste—.
Me imaginé con un bikini precioso; que
por supuesto me hacía más delgada, mientras buceaba bajo unas aguas
cristalinas; apenas sé nadar en condiciones, así que como para bucear…
pero era mi fantasía al fin y al cabo. De repente, alguien parecía taconear
en mi oído sin ningún tipo de vergüenza. « Pero… ¿qué leches pasa?
¿Pagué la entrada para un concierto de flamenco? Bueno, mejor volveré al
agua…». Cuando de nuevo el agua me mecía y mis ojos —abiertos, no sea
que me pierda algo de una realidad que nunca había visto antes—, mi respiración tranquila sufrió una agitación inesperada. « ¿Estoy en el búnker de la serie Perdidos?
». Me entraron ganas de salir corriendo e introducir la clave que
apagara aquel sonido aterrador. Sabía que la luz roja de emergencia del
búnker no se reflejaba dentro del tubo donde yo sí me encontraba sin
poder moverme, pero aún así, abrí los ojos —ya sabéis, por si las
moscas—. Creedme que si alguien me hubiera dado la clave, la hubiera
cantado a viva voz… «¡Venga vuelve al agua, vuelve al agua!». Mi
probable cerebro enfermo, gritaba las pautas para estar más tranquila.
¡Nada! Aquella especie de tabla —pensemos que de surf, aunque
no podría bucear con ella, en la que se apoyaba mi cuerpo, comenzó a
deslizarse y me encontré con los ojos del amable señor: «Voy a
introducir el contraste en la vía, aguanta diez minutos más y
terminamos». Y vuelta al búnker, el tubo, el mar, o allá donde quisiera
mi cerebro mandarme.
« Y ahora qué, ¿palmas?». Sin
proponérmelo apenas, volví al fondo del mar con bastante facilidad, sin
dirección ninguna, solo imaginando que sentía mi cuerpo bajo el agua. No
os podéis imaginar cómo buceaba, ¡qué nivel! ¡Qué técnica! Movía
armónicamente mis brazos, mis piernas, mis ojos se mantenían abiertos y
¡Zas! Una luz cegadora me despojó de allí y me encontré con los ojos del
amable señor. Sonría de manera muy dulce, al ver mi mirada
encontrándose con la suya, comenzó a hablar:«Te has quedado frita ¿eh?
Es la mejor opción. ¿Mareada?… ¿Naúseas?… ¿No?… ¿Nada? Buena chica,
siéntate despacio, vístete y vuelve donde te vio el médico».
¿La verdad? Fue una gran experiencia
darme cuenta que había sido capaz de quedarme dormida en ese tubo
infernal, ¿acaso había convertido aquel ruido en música? Igual mi
cerebro no estaba tan enfermo… Y ¡oye! Mi cuerpo había reaccionado sin
problema al contraste. ¡Bien por mí!
De aquella primera resonancia, a la
actualidad, han pasado ocho años y ahora no me relajo de manera tan
fácil, pero doy gracias de que puedan seguir sometiéndome a ellas y
tenga más control sobre la mayoría de los síntomas que me acechan sin
pudor.
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