VOCACIÓN.
Me despierto inquieta. Sé la razón, pero no cómo eludirla. Decido comenzar por el principio, como cada día cuando estos son normales. Si es que hay alguno que se pueda definir así en mi vocación sanitaria, esa que me llevó a una profesión que adoro, pero no por eso es menos difícil. Tras la ducha, lleno mi termo de café bien caliente y salgo volando hacia la parada de metro. El silencio es atronador; las miradas no se encuentran con ninguna otra y todos parecemos estar sumidos en una película de terror de la que no hemos leído el guion. Antes de lo pensado llego al hospital donde me esperan mis pacientes. Muchos no pueden hablar, pero sus ojos sí lo hacen de una manera cuya expresión sabe cómo revelarse.
Saludo a todos con mi mejor sonrisa, que consigue inyectarme un optimismo que no alcanzo fuera de esas paredes. Uno tras otro, según avanzo por el eterno pasillo de mi planta, parece que consigo levitar sumida en los brazos de todos ellos. Quienes me guían y alientan sin otro objetivo que transmitir todo el amor y cuidados que llevo en mi interior para ellos.
Solo puedo susurrar un eterno gracias por este sentimiento bidireccional que no deja de colmarme sean en las circunstancias que sean.
Gracias por devolverme todo lo que yo intento transmitiros.
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