«La cara es el espejo del alma», no dejé de oír durante mi infancia pero... ¿y ahora? ¿Sigue siendo así?
Me levanto sin haber dormido apenas dos horas seguidas, con mi mente pidiendo clemencia y un suspiro, ambas necesitamos poder desconectar del problema laboral que no deja de azotarme durante estas dos últimas semanas. Lo percibo. Es esa sensación. Esa que recorre mi cuerpo, tensa los músculos de mi espalda y hace que las compensaciones tan típicas en mi, llamen a gritos a mi patrón neurológico, ese que había conseguido durante los últimos meses mantener a raya. Me froto la cara, miro el despertador y una nueva semana comienza —sin vaticinarse mucho mejor que la anterior—. Venga, que empiezo positiva sí...
Soy incapaz de empezar el día sin darme una ducha, sin que la violencia del agua sobre mi piel me despierte y me haga ver que tengo por delante trece horas hasta que vuelva a estar en casa y, en esa ocasión, solo con la tarea de descansar. Hummm, ¡¡qué buen plan para una treintañera!! Dormir, trabajar, trabajar y dormir... sin salir de ahí —y no hablemos de mis turnos de doce horas, que son aún más divertidos—.
Salgo de la ducha, parece que estoy mejor, mis demonios internos parecen ahogados por el agua y me coloco frente al espejo. ¡¡SORPRESA!! Tengo buena cara, tanto, que parezco haber disfrutado de ocho horas de un descanso reparador. ¡Ja...! Me río yo misma de la imagen reflejada en el espejo. ¿Cómo puedo hacer entender a la gente lo que me supone, me implica, me afecta la esclerosis, si tengo buena cara? Perdí la fe, y ahí parada frente al espejo entiendo el porqué.
Escribo, arreglo la cocina y mi habitación y a las doce y media ya estoy delante del televisor comiendo; ¿horario inglés? No estaría mal, seguro que volvería antes a casa.
Cuando mi tarjeta de empleada atraviesa el reloj y las 14.00 parpadean frente a mis ojos, deseo el momento en el que estaré esperando frente a las 21.00.
Demasiados pacientes para siete horas: codos, dedos, hombros, tobillos..., me rodean y vienen hacia mí sin poder hacer nada. Ya que estoy aquí tendré que hacer mi trabajo, ¿no? De lo contrario me debería haber quedado en casa. Sin embargo, todos esos pensamientos que ocupan mi cabeza, se sorprenden al escuchar: « ¡qué buena cara, se nota que has descansado!», « ¡qué buen aspecto tienes hoy!». ¿En serio? Mi cara de poker se activa, no quiero acabar el día en la cola del paro.
Al fin las 21.00, y los números que parpadeaban hace siete horas ahora parecen sonreírme, los parpadeos parecen aplaudir el haber sobrevivido a un duro día de trabajo; ¿si ellos se alegran no puedo hacerlo yo?
Por fin en casa, estoy de nuevo frente al espejo —nada de desmaquillarme, eso de pintarme quedó estrictamente acordado conmigo misma solo para las guardias—, me lavo la cara despacio, inhalo el aroma del hogar, de estar a salvo y pienso: «¿Por qué darle tantas vueltas a qué me duele o deja de dolerme? ¿Quién manda aquí?». Acerco la toalla y cuando veo mi cara trece horas después, nada ha cambiado, vuelvo a parecer sana, descansada e incluso feliz.
Quizá la cara sea el espejo del alma, pero creo que las almas escleróticas solo se ven reflejadas en nuestros ojos, nuestra mirada que tiene un diálogo propio que solo nosotros conocemos; un diálogo con nosotros mismos. ¡Pues vaya post más animado!, estaréis pensando. Pero creía también necesario mostrar la otra cara, la cara que hace buscar con ahinco el optimismo, la positividad y las opciones de las que disponemos porque... si solo nosotros sabemos qué nos pasa y ningún espejo puede reflejarlo... ¿no es mejor sonreírnos y pensar que cada día es una nueva oportunidad de cambiar las cosas?
Cambiemos cada día, cada pensamiento alejado de la positividad porque solo nosotros, podemos cambiar el rumbo...
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