Y así empezó aún sin darme cuenta. Un sonido relajante. Suave. Cercano. Y los ojos cerrados para poder sentir con mayor intensidad. Una mano se posó en mi hombro, de manera sutil, casi inapreciable; pero no para mí. Lo sentía, su tacto, su tranquilidad, sus palabras silenciosas recordándome que siempre estaría ahí
Vivía sin nadie que me dijera cómo hacer las cosas; ya sabía yo cómo hacerlo. Cada fin de semana experimentaba lo que era la FELICIDAD, sí, en mayúsculas. Sonrisas que no creía pudieran ser más amplias, grandes y sinceras, Miradas aún más profundas que las que habíamos vivido antes, un hormigueo constante que me colmaba. Hasta... que pasó. Lo inesperado. Aquello que nunca había imaginado. Lo había vivido sí, como fisio, historias que te cuentan los pacientes y con las que empatizas, pero ahí amigos, ¡cómo cambia el cuento cuando se siente en primera persona! Cuando se abren puertas que cierras a portazos, cuando de repente hasta respirar duele. Un día. Otro. Te venden esperanza, pero algo dentro de ti te dice que aún queda mucho más. No te sientes bien, no sabes explicar cómo te ocurre, cómo explicarlo, qué te recorre todo el cuerpo y la cabeza o si es normal, si debes adaptarte. Pero adaptarte a qué. Ser un enfermo crónico, que te miren de manera diferente, que piensen que eres incapaz, que venga tu padre a casa y diga «qué desagradable eres hija», cuando parece que solo viene a actualizar el móvil porque él no sabe. Todo se convierte en un remolino del que no pareces poder salir hasta que vuelves ahí. Ahí, a esa orilla, ese sonido que parece darte más calma de la que cualquier pastilla intente conseguir. Es entonces cuando te das cuenta. El viaje de ida y vuelta. Lo pasado durante el trayecto. Lo aprendido durante el mismo.
No os lo perdáis, no es tan malo. Tener bien abiertos los ojos e intentar no perderos nada. Lo bueno no es la llegada al destino, es lo vivido en el camino.
Totalmente de acuerdo!
ResponderEliminarBesos, princesa