Así.
Así es cómo siento e imagino la calma; sobre un manto de césped —sin bichos asesinos a ser posible— y los sonidos de la naturaleza que me envuelven. Niños jugando a lo lejos, sol que calienta pero no abrasa, gracias a una fina brisa de aire que en ocasiones eriza mi piel. Idílico, ¿no?
Pues esos pensamientos son en los que me sumerjo cuando
hay un ambiente externo que me agobia, hasta que todo cambió el día que descubrí lo que era un ataque de pánico.
hay un ambiente externo que me agobia, hasta que todo cambió el día que descubrí lo que era un ataque de pánico.
Fue un 31 de diciembre, cuando tuvinos mi pareja y yo la feliz idea de realizar unas compras olvidadas hasta ese momento —¡qué gran momento para acordarnos!— y allá que fuimos. Esos grandes almacenes en concreto, no suelen estar muy llenos de gente, pero claro, nunca antes habíamos ido esa mañana en concreto. Pensándolo ahora, no entiendo el por qué; si la noche se presentaba a mesa puesta con mis cuñados y sobrinos... en fin. Caminando junto con mi fiel bastón de trekking, no sé en qué momento me hice consciente de la cantidad de gente que nos rodeaba, a mi pareja lejana y difuminada y mi pecho intentando sobrevivir a una taquicardía que ni reconocía ni entendía. Sí, comencé a hiperventilar, marearme, «¿es esto la claustrofobia de la que todo el mundo habla y yo nunca antes había sentido?», me preguntaba intentando dar una explicación a mis síntomas. En cuanto mi pareja notó que algo me pasaba quiso sacarme de allí, pero yo, fiel a mis "dramas", no quise y preferí —no preguntéis la razón— terminar la compra e ir a casa. No sin antes pasarnos por un establecimiento de comida rápida, esos en los que nunca hay gente..., para llegar a casa con la comida hecha y nada más que hacer hasta la noche. Mi pareja, diligente como siempre, hizo lo que yo parecía necesitar hasta que tras la comida todo se complicó más, por si no lo estaba ya suficiente.
Sudores, de nuevo palpitaciones, dolor irreconocible hasta ese momento, ansiedad también en un extremo atípico, nauseas, nada parecía distraerme, era incapaz de conciliar el sueño aunque fuera un rato y solo pensaba en la cena familiar. Una que siempre me ha gustado, en la que siempre me he movido bien con mis cuñados... Hasta entonces.
Optamos por poner un capítulo de una de nuestras series favoritas, y al principio funcionó, no diré lo contrario, pero no no duró lo suficiente esa sensación. Hasta que pusimos la carrera. La San Silvestre. Y ahí sí, conseguí dormir algo hasta que mi chico me despertó para ver las campanadas. Las vi, dos besos y a la cama. Con nauseas, dolor hasta en las pestañas... pero todo me hizo caer en otro mundo casi sin darme cuenta.
A la mañana siguiente, aún con las dichosas nauseas, parecía que nada estaba tan oscuro. Los petardos habían desaparecido y mi ánimo parecía haber encontrado el camino de vuelta a casa.
¿Diferencia entre ataque de ansiedad y de pánico? Para mí, el primero se muestra como un agobio por algo que conoces y no va contigo, y el segundo —como bien me explicó mi psico—, el miedo a la sensación del propio miedo. No saber qué pasa, ni por qué, ni cómo atajarlo.
¿Medidas para hacerlo? Encontrar algo que te desconecte, o a malas, si se puede, un Orfidal bajo la lengua —¡¡¡esto, por Dios!!! bajo prescripción médica. O mejor, tras visita a urgencias—.
De nuevo comencé con el ejercicio, actividad física que podía hacer (yoga, meditación, estiramientos —básicos estos— e intentar que la empatización no me supusiera más problema que beneficios. Desde entonces no he vuelto a sufrir ninguno (crucemos los dedos) e intento focalizarme en lo que sé que me viene bien; escribo, escribo y escribo... No os perdáis mi libro, por cierto. (Tal vez un quizá baste, para los despistados) y...
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡A VIVIR!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Angie tú eres más fuerte que cualquier ataque de pánico o miedo, eso es lo que hay que hacer, vivir y vivir
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