Abro
los ojos sin saber dónde estoy ni cómo he llegado aquí. Paredes
blancas, biombos y una diminuta televisión frente a mí en lo más
alto de la pared. Algo me molesta, me escuece y siento como ajeno a
mí pero muy cercano
al mismo tiempo se
impregna de mi interior.
Sin preguntar, mi mano se encamina hacía mi cuello, y está a punto
de llegar a su objetivo,
cuando oigo un grito tras la
arrugada cortina de
mi derecha.
—¡No,
cuidado! No te lo toques… Te pusieron una vía en el cuello. Igual
se infecta si te la tocas.
Cierro
los ojos. Empiezo a recordar. Aunque no quiera. Aunque me resista.
Pero tal y cómo hizo mi mano, sin
preguntar siquiera,
un flashback
no deja de sucederse en mi cabeza: urgencias; vía central en el
quirófano; oxígeno en un pasillo cualquiera;
caras empáticas a mi
alrededor... y soledad. Una soledad que me absorbe para hacerme
sentir perdida. Perdida
en todo lo que está a mi alrededor y no siento como mío.
Semanas
más tarde, tras medicación introducida en mí a través de la
vía central de
mi cuello, por fin veo
la luz lejos del hospital. Por poco tiempo, porque vuelvo, vuelvo y
vuelvo de nuevo hasta que cinco meses después decido irme de manera
voluntaria de aquella realidad que no quería asumir como mía. Por
primera vez en mi vida adulta podía
hacer algo por mí
misma, tomar
una decisión que supusiera un antes y un después, así que
tras dejar aparcado el miedo bajo la almohada, salgo sin
mirar atrás. Sin grabar en mi mente esa habitación como recuerdo.
Pero no soy incapaz,
y antes de llegar al ascensor empujada en una silla de ruedas..., no
puedo evitarlo y echo
la vista atrás.
¡Craso
error! Aunque si no recordaba lo que intentó pararme, no sería
capaz de esquivarlo para avanzar como
merezco.
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